miércoles, 8 de julio de 2009

Terentius Neo y su esposa, retratados en su casa de Pompeya.


El hielo se rompe enseguida con ellos: para conocerlos, basta con mirarlos a los ojos; y ellos mismos miran también a su vez. No siempre ni en todas sus épocas ha supuesto el arte del retrato un intercambio de miradas semejantes.
Este hombre y esta mujer son algo más que simples objetos, puesto que nos están viendo; pero no hacen nada para desafiarnos, ni por seducirnos, ni por convencernos o hacernos entrever alguna interioridad que no nos atreviésemos a juzgar. Más que descubrir los ojos del mundo: nuestra presencia resulta natural, y ellos se encuentran naturales a sí mismos; son lo mismo que somos nosotros, y las miradas se intercambian en un plano de igualdad y con análoga satisfacción.
Esta humildad greco-romana ha sido clásica durante mucho tiempo; parecía natural, no parecía anticuada, no parecía mezquina. El padre de familia y su mujer no posan ni hacen mímica; sus atuendos no hacen alarde de signos sociales ni de símbolos políticos, el hábito no hace el monje; no hay decoración: ante este fondo neutro, el ser individual es el mismo y sería el mismo en cualquier otro sitio. Veracidad, universalidad, humanidad. La mujer ha puesto su elegancia en su peinado, y no lleva joyas.
En la actualidad, nos inclinamos a creer en la arbitrariedad de las costumbres, en el tiempo histórico y en la finitud. Para despertarnos del sueño humanista en que se hallan sumidos, basta un primer argumento, todavía exterior: este hombre y esta mujer eran lo bastante ricos como para hacerse pintar. Del mismo modo, sólo en apariencia son dos seres individualizados; el retrato, que cualquiera tomaría por una instantánea ha fijado, como el azar, su identidad en una edad canónica, aquella en la que se ha dejado de crecer y en la que aún no se ha comenzado a envejecer. No son dos seres de carne y hueso, captados en un momento cualquiera de sus vidas, sino los tipos individualizados de una sociedad que aspira a ser a la vez real e ideal. El instante coincide con una verdad sin edad y el individuo es en realidad la esencia.
El marido y la mujer muestran sus atributos menos dudosos y más personales de su superioridad social; no la bolsa o la espada, propios de la riqueza y el poder, sino un libro, unas tablillas para escribir y un punzón. Este ideal de cultura es natural; el libro y el punzón son para ellos visiblemente utensilios familiares, de los que no tienen porqué hacer ostentación. Y cosa bastante rara en el arte antiguo, que no gusta demasiado de gestos familiares, el hombre apoya con aire expectante el mentón sobre lo alto de su libro, mientras que ella se lleva meditativamente el punzón a sus labios; está buscando un verso, porque la poesía era también un arte femenino. Un Miguel Ángel amará los gestos "autísticos", como su Moisés acariciándose la barba, que revelan en él la sombra de una duda o un sueño. Pero aquí nadie sueña: meditan y están seguros de sí mismos, porque el gesto autístico prueba la intimidad de la cultura; no se trata de unos privilegiados, y si tienen libros es porque los aman.


HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA
del imperio romano al año mil.
Philipe Ariès y George Duby.

1 comentario:

Isabel Barceló Chico dijo...

Tienes razón, me ha interesado y me ha gustado muchísimo este post. Estos retratos nos son tan próximos, que nadie pensaría que han pasado casi dos mil años. Un abrazo.